Es un refrán sobre refranes, sí, pero pocas veces fue tan cierto como en la historia de la relación de dos cercanos amigos míos: Juan y Modesto; y es que “hombre refranero, hombre puñetero”. Ninguna desgracia diaria soportable mayor acontece al hombre de bien como la de un amigo dado al uso sistemático y enfermizo de los refranes. Esas machaconas perlas de sabiduría popular, en uso durante siglos y que, por desgracia, sin embargo se están perdiendo ahora, por desuso. Pero ese no era el caso de Modesto. Juan estaba hasta las mismísimas narices. Desde que lo conocía –hacía años ya- pocas respuestas de Modesto arrancaba en sus conversaciones cotidianas que no fuesen en forma de refranes. Y empezaban a cargar ya tantos “a enemigo que huye puente de plata” cuando el rival de Juan en la oficina pidió el traslado, “a cada cerdo le llega su San Martín” cuando una amiga nuestra plantó por fin a su díscolo y promiscuo novio y
“entre col y col, lechuga”, cuando decidíamos empezar nuestras juergas en un local distinto al de costumbre…
-Me ha hecho odiar los refranes, no los soporto. Es más, los veo como una retahíla de oraciones tontas y pueblerinas, ¿qué hago? –me vino a contar Juan, algo enfadado.
El remedio se planeó estratégicamente, con una cerveza de por medio, precisamente en el local lechuga. Juan y yo llegamos a una doble y definitiva conclusión: Modesto pretendía realizar un alarde de sabiduría –impertinente- cada vez que usaba un refrán. Por definición era “sabiduría popular” o basada en la experiencia lo que ponía en práctica. Y sólo había un tipo de sabiduría que se le pudiese enfrentar y aun derrotar: la sabiduría erudita o basada en el conocimiento teórico. Juan diseñó las situaciones y yo realicé la investigación y redondeé el asunto. Si Modesto resultaba repelente, se iba a encontrar con su equivalente, con la horma de su zapato, pero con erudición. Cada respuesta demoledora iría acompañada de cierta cesión explicativa, para no molestarlo en exceso y, al menos, conservar su, por lo demás, valiosa amistad. Todo estaba listo.
Al día siguiente toda la obsesión de Juan, cuando llegó Modesto era entender por qué este llevaba esa camisa en concreto. Juan confesaba que ni le gustaba ni le disgustaba, sólo quería saber por qué esa camisa, ese día. Fueron tantas las insistencias que a Modesto no le quedó más remedio:
-Juan, no le des más vueltas, me apeteció ponerme esta y ya está… ¡No le busques tres pies al gato!
Y Juan esbozó una sonrisa.
-De hecho, Modesto, ese refrán no tiene sentido. En origen, se decía “buscar cinco pies al gato”, lo que tiene mucha más lógica, pues poco difícil veo buscar tres pies a un gato que tiene por costumbre presentar hasta cuatro –Modesto escuchaba, congelado-. Cuando queremos ir más allá de lo normal y evidente, o sea las cuatro patas, estaríamos buscando la quinta, no la tercera. La búsqueda del tercer pie no supone trabajo inhumano o insano: sin lógica pues.
-Vaya… -espetó Modesto.
-En tu defensa diré que el refrán se corrompió pronto con las tres patas en lugar de la quinta y que, tras su surgimiento (probablemente en la primera mitad del siglo XVI) uno de los primeros usadores de la nueva e ilógica versión fue Cervantes, en el Quijote, a principios del XVII.
Pero Juan no se regodeó en el silencio de Modesto y continuó con el plan; cambió el semblante y pidió perdón de manera machacona a su cobaya por su insolencia pasada. No debía haber sido tan hiriente. Modesto no entendía esa petición y la rechazaba, pero Juan dijo las palabras justas para que se le respondiese…
-Bueno, Juan, tranquilo, al menos he aprendido algo, no hay mal que por bien no venga…
-Pues lo siento de nuevo amigo –saltó como un muelle Juan- pero ese refrán es, de manera general, siempre mal utilizado, como tú ahora. Literalmente, has dicho que el hecho malo o inapropiado llega como consecuencia de una ventaja o hecho bueno. Pero el hecho de aprender es bueno, con lo cual el uso de ese refrán no tiene sentido.
-Ya… pero sí podría usarse en otras circunstancias, ¿o no?
-Sí… cuando quieras recordar que, viviendo un mal, ha ocurrido poco antes un bien que pudo provocar la desgracia y que equilibra la balanza. También en nuestro caso podías haber formulado el refrán al revés: “no hay bien que por mal no venga” y es que el aprender sobre pies y gatos vino gracias a mi intervención impertinente.
-Ya… parece que el refrán tiene una fórmula fija y se dice sin pensar lo que realmente significa, cuando relacionamos un hecho bueno y otro malo, sin atender a su orden… -admitió Modesto.
Lejos de pensar que nuestro amigo se había redimido, Juan siguió con el plan, rematándolo. El local col al que habían ido empezaba a llenarse de gente, pero no le importó y volvió a subir la voz. Apeló con las formas de la explicación del primer refrán al desorden y desigualdad general de la sabiduría contenida en los refranes, por suponer conocimiento popular, sin base estudiada. ¿La prueba? la corrupción lingüística e ideológica del refrán del gato y del bien y el mal y la indolencia de un vulgo que sigue usándolos, aun careciendo de sentido. Modesto pareció romper la línea de pensamiento que escuchaba e iniciar la oral.
-Bueno, Juan, pero seguramente los casos de los refranes del gato y el otro, sean la excepción que confirma la regla.
Juan volvió a sonreir.
-Una nueva corrupción, Modesto. Una excepción nunca puede confirmar una norma o regla, mucho antes, la pone en duda e incluso, si hablamos de materias científicas, puede llegar a invalidarla por completo. Un principio jurídico (proveniente del Derecho romano) mutilado lingüísticamente fue el que llamó a error: “exceptio confirmat regulam in casibus non exceptis”, "la excepción confirma la regla en los casos no exceptuados".
-Ya… que la gente se quedó con lo primero y pasó del “casibus” no sé qué…
-Modesto escuchaba como a quien le hacen temblar sus convicciones más profundas. Juan concluyó la jugada como habíamos previsto, cediendo en justicia:
-No obstante, es cierto que el sentido de ese precepto jurídico afirma que, si se reconoce la existencia de alguna excepción a una norma, lo que no cabe duda es que el resto de casos están bajo el imperio de esa norma, pues no son excepciones. La regla será más o menos universal atendiendo al número de casos bajo su influencia… Si yo digo que los refranes son inútiles y su sentido ha sido retorcido y sólo te puedo dar tres ejemplos, también te estoy diciendo que el resto (muchos más) son útiles y sensatos.
Juan acabó esa exposición bajando algo el volumen de su voz y dejando de mirar a Modesto, como si se diese cuenta de que hablaba como una marioneta. Desde ese día, Modesto dosifica mucho más sus perlitas impertinentes –que lo eran, en mucho, por el tono con que las acompañaba- y Juan fue consciente del cúmulo de experiencia, vidas, ingenio y, al fin, cultura y lengua hispana que supone el refranero español, cada vez más en peligro por desuso.
Nuestro plan –que era sólo mío, aunque Juan no lo supiese- funcionó con los dos. Y es que “hombre refranero, hombre puñetero”, pero sabio y certero…
2 comentarios:
Creo que los refranes son parte del acervo cultural de cualquier país y sí hablamos de países de habla hispana mucho más.
Lo mismo -más o menos- creo yo.
Un saludo.
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